Se
cumplieron los peores presagios y, a la vuelta de un estéril verano político, nos vemos de nuevo emplazados a las urnas,
esta vez -como ya ocurriera en 2016- para intentar salir del atolladero al que
han conducido las pasadas elecciones generales (no ellas, sino la incapacidad
de los partidos para alcanzar un acuerdo de gobernabilidad).
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Sánchez e Iglesias, condenados a no entenderse |
Aunque nadie puede garantizar que el 10-N
no puedan repetirse, con leves correcciones, los resultados del 28 de abril, la
volatilidad del voto se ha convertido en una constante de la política española
y, sobre el papel, la partida se juega con cartas que no estaban en la
anterior baraja. La irrupción de Vox condicionó sobremanera las elecciones de
abril. En un intento -a todas luces fallido- de contener la fuga de votos hacia
la emergente ultraderecha, Pablo Casado
escoró al PP en esa dirección, al extremo de terminar ofreciendo carteras
ministeriales a los de Santiago Abascal. A su vez, Albert Ribera, ofuscado contra Pedro
Sánchez y obsesionado con “sorpasar” al PP, sesgó bruscamente a su
partido en la misma dirección, consolidando de facto el bloque ideológico
bautizado como el trío de Colón.
A la
postre, el PSOE resultó ser el gran beneficiado por la irrupción de Vox. De un parte,
porque el peligro de un posible tripartito participado por la extrema derecha
movilizó al electorado de izquierdas; de otra, porque el bandazo de Rivera
hacia la derecha, le permitió recuperar antiguos votantes socialistas fugados
en su día a Ciudadanos.
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Casado y Cayetana, reparto de papeles |
El
paisaje político ha variado sustancialmente durante los seis meses últimos
meses y más a raíz de los resultados y pactos deparados por las pasadas
elecciones autonómicas y municipales. Aunque haya sido determinante para
decantar a favor del PP y Ciudadanos el signo de comunidades y ayuntamientos
tan importantes como los de Madrid, Vox se ha ido desinflando y ya no
condiciona la estrategia del PP. Tras resguardar ese flanco nombrando
portavoz parlamentaria a Cayetana Álvarez de Toledo, el antiguo pupilo
de José María Aznar y Esperanza Aguirre se ha enfundado el disfraz de político moderado
disponiéndose a lanzar toda una OPA electoral sobre Ciudadanos, partido en el que
recalaron buena parte de los mas de 3,5 millones de votos perdidos por el PP
con relación a las generales de junio de 2016.
Al
igual que el PP, el PSOE tratará de crecer igualmente por ambos flancos. Por la
izquierda, a costa de la creciente debilidad de Podemos, agudizada con la
irrupción del partido de Iñigo Errejón
en la escena nacional. Por la derecha, intentando captar a anteriores votantes
de Ciudadanos defraudados por la derechización del partido y su estrategia de
pactar exclusivamente con el PP, pasándose por el forro la “regeneración
democrática” que enarbolaba como seña de identidad. De forma y manera que el
electorado del partido naranja (mas de 4 millones en abril) va a ser a la vez
un gran objeto de deseo para PP y PSOE. Y no le va a resultar nada fácil al
errático, endiosado y desconcertante Rivera defenderse de ese doble fuego
electoral.
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Rivera, en el ojo del huracán electoral |
Castilla
y León, ocho diputados en el alero.- Ese más que previsible batacazo electoral de Ciudadanos puede ser
especialmente acusado en Castilla y León, donde el pasado abril, con tan solo
un crecimiento de 4,74 puntos, pasó de uno a 8 diputados (uno por cada
provincia, excepto Soria). Esa formidable cosecha electoral fue posible gracias a dos
factores concatenados: el desplome del PP (casi de 18 puntos) y la ley D´Hont, en
esa ocasión extraordinariamente favorable al partido naranja.
A
poco que el PP se rehaga y supere el 30 por ciento del voto (parte de un 26),
el PSOE mantenga posiciones y Ciudadanos caiga por debajo del 15 (obtuvo un
18,89), a los de Rivera se les esfumarán los siete escaños ganados en las
anteriores generales, conservando exclusivamente el de Valladolid,
circunscripción en la que por su parte Vox va atener muy difícil conservar el suyo.
Así
pues, PP y PSOE aspiran a repartirse en Castilla y León esos 8 diputados (7 de
Ciudadanos y el de Vox) que están en la cuerda floja, partiendo con clara ventaja
en esa pugna bipartidista los populares, cuyo margen de crecimiento es
infinitamente superior al de los socialistas. Lo previsible es que el
PP sea el 10-N la fuerza más votada en la comunidad y por ende la que obtenga mayor número de
diputados (en abril solo sumó 10 frente a 12 del PSOE). Y
ambos partidos acapararán como de costumbre los 36 senadores a elegir, donde también es
previsible cierta redistribución, ya que lo normal es que no persistan los
empates -dos para cada uno- registrados en abril en Palencia, Zamora, Segovia y
Soria.
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Mañueco e Igea, obligados a contemporizar |
Así las cosas, está por ver como afectan el nuevo torbellino electoral al gobierno bipartito que apenas acaba de
despegar en la Junta
de Castilla y León, en el que de momento no han aflorado mayores tensiones internas,
entre otras cosas porque aún no se han suscitado las cuestiones más sensibles y
los escabrosos asuntos pendientes de dilucidar. Se supone que habrá un pacto de
no agresión que intente preservar al gobierno de la comunidad de la hostilidad electoral
a la que están abocados PP y Ciudadanos. Mientras Casado y Rivera se enfangarán
en un cuerpo a cuerpo, Fernández Mañueco e Igea se centrarán en cargar contra el
PSOE, que por cierto, al desbloquear lo de las entregas a cuenta, ha dejado a la Junta sin excusas para
incumplir su compromiso de aplicar la jornada de 35 horas semanales a sus
empleados públicos y sin coartada para justificar los recortes de gasto que va a
necesitar para cumplir el objetivo de déficit.
Los
resultados del 10-N no van a alterar la aritmética parlamentaria en las Cortes
de Castilla y León, pero el previsible rearme del PP y el eventual descalabro
de Ciudadanos sin duda cambiarán la percepción del gobierno de conveniencia que
frustró las expectativas de cambio político en esta comunidad.